jueves, julio 29, 2010

Mike

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Miguel sentía el poder. El de la palabra y el del miedo ajeno. No se que es lo que se eleva en un hombre cuando esto sucede, pero seguro que no es el espíritu. O lo que se le parezca. Debe ser una toxina del cuerpo que ensordece la fragilidad de lo que en realidad somos. Y nos revoluciona. Para siempre. Sus pupilas le susurraban que era invencible, su semblante le gritaba que era inservible. Irrecuperable. Por eso podía ahorcar a un humano tres o cuatro minutos y vaciarlo ahí mismo. Sin censura y, lo peor, sin un poco de odio o de rabia de la que ciega. Piensa que la palidez de su piel le esconde del resto, esa naturalidad al lavarse las manos es algo terrorífico.

Todo transcurre como cualquier oficinilla. Hora feliz, deberes a medias y compañeros que se estiman. Hay envidias, falsos honores y sexo a hurtadillas. El contador dice que le descontará el lunes. El portero le defiende. Ese día el estrangulador hizo un trabajo a domicilio. Se entonan risotadas cuando el jefe esta fuera on celebration. Miguel siente el poder, se llena y se sublima de lo que el mundo común le arrebata a diario. Cualquiera podría sentir ternura por el. Pero es un asesino. Dice que su oficio no es reconocido, pero que el tiempo le dará su lugar, como se lo dieron a las prostitutas.


Entonces me queda la duda y mi lamento es hipócrita… pues yo consumo sus drogas y sus remedios para escapar del mundo común.


Me